¿NUEVO EPILOGO? O ¿NUEVO COMIENZO?
Fue un hombre de esos que pasan pocas veces por la vida de los pueblos. Con vocación de servicio inspirada en Jesús de Nazareth y con gran religiosidad en su vida personal, no predicó con las palabras, aunque las haya usado con frecuencia, sino con el ejemplo permanente y abundante, practicado hasta el heroísmo, con pasmosa sencillez. Personalmente he llegado a la convicción de que conocimos a un auténtico santo, a la altura de los mejores que han llegado a los altares. Un santo laico, un santo en la política, probablemente como lo fue Tomás Moro en su tiempo, que fue proclamado santo por la Iglesia. No por casualidad surgió y se popularizó la imagen del "hermano". Ella fue acogida como exacta descripción de lo que irradiaba su persona. Fue hombre de fe y de infinito amor. Amó profundamente a su esposa y en la desgracia la cuidó con gran cariño y dedicación, sólo comparables a los demostrados por ella hacia él. "Mi único sufrimiento es la Anita", me dijo una vez, "porque no tenía por qué haber sido herida por balas que eran para mí". No pude contener mis propias lágrimas cuando vi sus limpios ojos empañados y sentí que se quebraba su voz.
No pensaba en sí mismo, sino en lo que le sucedía a los demás. Chile y su pueblo, en particular sus pobres, fueron su gran preocupación. Amó a su "patria del alma", como la llamaba con frecuencia, en forma incondicional. Vibró desde muy joven con los grandes acontecimientos nacionales, pero nunca dejó de verlos como un contexto compuesto de miles de historias concretas, con gente de carne y hueso, con sus grandezas y miserias, con su trascendencia y trivialidad. Pocos hombres han sido tan prácticos y aterrizados como Leighton, para buscar todo tipo de soluciones a cada problema que surgía en su camino, sin caer en el pragmatismo frío, amoral, sin ideales generosos. Pero prefería siempre hablar poco de estos últimos, tal vez porque los practicaba hasta el exceso y tenía fe en que de esta forma convencían más y se expandían mejor.
Asesinos intelectuales y materiales quisieron segar su vida, creyendo que así podrían eliminar los "peligros" de su accionar. No sabían de su inmortalidad. Leighton no sólo sobrevivió al atentado (que él llamaba "accidente") casi veinte años, sino que, con el silencio acusador que guardó disciplinadamente a partir de entonces, puso maravillosa y misteriosamente de relieve, que las armas que matan son muy débiles, virtualmente impotentes, para enfrentarse con la santidad, con la grandeza de alma, con la fuerza de la verdad encarnada en una persona como él. ¡Qué miserables y pequeños -que vulgares y rascas- se ven hoy, desde esta perspectiva, los que creyeron en el poder de la violencia criminal como medio para sacar a Leighton del camino! Esos pobres diablos no sabían de su inmortalidad, no la creían posible. Leighton, con su silencio, les demostró que aunque lo hubiesen matado en esa ocasión, habrían sido derrotados igual, tarde o temprano, porque lo que querían matar con él y en él, que era su decencia, su bondad, su clarividencia política, su defensa digna y corajuda de sus principios de libertad, justicia y solidaridad con los más desamparados, eso -¡sí, eso!- era inmortal e invencible. Más aún, ¡es inmortal e invencible!
¿Vive o no vive Leighton? Aunque he dicho muy poco de lo mucho que sé de su rica y ejemplar vida, creo que es suficiente para avalar la idea de que está vivo, de que está entre nosotros y de que no morirá nunca mientras existan en nuestro país gentes dispuestas a vivir sus ideales como él lo hizo.
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